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  • Foto del escritorGuillermo Zuluaga C.

Nostalgia alejandrina




Alejandría queda a 80 km de Medellín, a 40 de San Vicente y a milímetros de mi corazón. Está al final de una serpiente de asfalto, más allá de Concepción, que baja y sube, sube y baja al lado del río Concho, y que desemboca en unas calles amplias, entre caserones de tejados de barro y se autoproclama, sin modestia alguna, la Perla del Nare.


Quizá por ese paisaje, al borde del Concho, y luego cuando éste se entrega en aguas al Nare; o porque está encajonado entre montañas, y pintado de tantos tonos de verde, con sus cultivos y sus campesinos, el viaje allí es uno de los más tranquilos y agradables por las rutas de Antioquia.


Pero no siempre fue así. Al menos no para quien esto escribe.



Mi primera vez


A Alejandría comencé a llegar desde los primeros años ochenta del siglo pasado. Y cuando escuchaba en casa que tendría que viajar, no me alegraba, sino que me entristecía. No podía creer, a mis escasos seis o siete años, que hubiera un lugar más lejano adonde pudieran llevarme. El viaje comenzaba en San Vicente, en la vereda donde viví mis primeros años. Una “escalera” que venía desde Rionegro, recogía bultos de papa, tomates de árbol, repollos y otras verduras que traía mi abuelo para vender los domingos en la plaza de Alejandría. La “chiva” pasaba a las once y mi abuelo, quien me traía, de tanto viajar para aquel pueblo ya era amigo de conductores y de algunos pasajeros y se venía ayudando a subir cargas que aparecían en el camino, y compartiendo sus cigarrillos pielroja con quien estuviera al lado, y haciendo comentarios y bromas. Poco antes de las dos de la tarde, el carro entraba a Concepción desentejando casas, por esas estrechas calles entre coloridos zócalos, y al cabo de media hora continuaba su marcha. En ese momento, y yo con un calor metido entre mi ropa, ya quería devolverme para donde mi abuela.


La escalera dejaba, pues, de traquear en esas pendientes para llegar a la Concha, y prácticamente desocupada, se iba mansamente al lado del río. Mi abuelo me compraba un refresco o un bombón de panela y coco, para que yo me animara, y me decía “en un ratico llegamos” y yo me calmaba un poco. Pero de ponto el carro empezaba a recoger sacos de panela, café, plátanos, y con esas demoras, mi placer de ver ese río de aguas diáfanas se iba menguando. Al cabo de una hora el carro, ya muy lleno, comenzaba a ascender y pasaba por un estrecho puente que yo creía que si se encontrara con un cucarrón tendría que devolverse a darle el paso. No entendía yo, en clases de geometría de qué profesora, esos conductores habían aprendido a calcular el ángulo exacto para entrarle a semejante estrechura. El carro pasaba leeeeento… muy lento (por ese puente que luego supe se llamaba Cirpes) y comenzaba un leve ascenso donde había un Cristo de cemento y madera muy lloroso con otro par de vírgenes seguramente más llorosas aún, y la gente se echaba la bendición y cuando el carro se detenía, hasta unas monedas dejaban en una alcancía a los pies de ese Crucifijo, que yo veía enorme desde los barrotes de la escalera. Al cabo de una media hora el carro iba por una planicie despejada y las primeras casas de ese pueblo remoto aparecían al frente de mis curiosos ojos. Para esa hora, las cuatro de la tarde, más o menos, el sol había bajado un poco, pero yo me sentía ahogado del calor.


Mientras mi abuelo guardaba los bultos en alguna bodega, me llevaba a donde una hermana de mi abuela (Solina Marín) o me dejaba donde alguno de sus hijos; donde Fernando, dueño de una cerrajería en la entrada, donde reparaba dragas; donde Gilma, que tenía una heladería cerca del parque. A mí me veían un poco extraño estos familiares, con mi ropita de tierra fría, pero me atendían muy bien, y en la casa de ellos amanecí algunas veces.



Cuando ya iba a terminar la tarde, aparecía mi abuelo, se saludaban sin mucho protocolo, quizá de tanto verse cada ocho días y me decía que fuéramos a misa. Al salir, él se quedaba tomando cerveza y fumando en algún negocio cerca del parque y yo aprovechaba para escaparme y montar en unos ‘alisaderos’ que me dejaban sucio el pantalón planchadito que me pusiera la abuela, o me iba a ver los peces a un inmenso acuario al costado de ese templo de ladrillo. A cada rato volvía a ver si mi abuelo seguía en el mismo punto y como me diera algún otro mecato, entonces volvía a seguir jugando en ese parque inmenso. Al cabo de las nueve o diez, seguramente, mi abuelo me llevaba a dormir a casa de “la tía Solina”, o me llevaba a alguna pieza que él mantenía rentada, en las afueras, en la salida a Santo Domingo. Al día siguiente cuando despertaba, ya mi abuelo hacía rato funcionaba con sus sacos de papas y sus tomates, y yo me iba a ese inmenso parque que ya se había trasformado en una plaza de mercado –que ni era tan plaza ni tenía tanto mercado–. O así lo veía yo, quizá comparando con la estrecha plaza, atestada de productos y gente que veía los domingos en San Vicente. Mi abuelo tenía los bultos de papa, unos plátanos, tomates, unas piñas y las ofrecía a la gente que pasaba. Y cuando quería ir por una cervecita o a fumarse un cigarrillo me dejaba cuidando ese “toldo” y a mí me parecía que la gente de este pueblo no comía pues pasaban y miraban pero nadie preguntaba nada. Yo seguía sin entender cómo mi abuelo se echaba tremendo viaje para que nadie le comprara. En fin. Al rato, él aparecía y me preguntaba si quería ir a almorzar y a veces lo hacía en la casa de alguno de los familiares o él me llevaba a alguno de los restaurantes del parque. Después de almorzar, mientras esa plaza iba desocupándose de los capachos del maíz, y de las hojas secas de plátano que envolvían los atados de panela, yo me echaba una voladita a resbalarme por esa lata despintada que a pesar de todo me gustaba, o a veces me colgaba de unas barras de hierro pintadas de muchos colores. Ese parquecito infantil era lo mejor de aquel pueblo. Así lo veía en ese entonces.


El domingo en la tarde, mi abuelo recogía algunas cosas y yo cansado, agobiado por ese clima que me parecía muy caliente, con ganas de estar en casa con mis primitos y mi abuela, le preguntaba si nos iríamos a casa, y me decía que el último carro se había ido al mediodía, y entonces, resignado tenía que irme a dormir y a esperar que fueran las nueve de la mañana del lunes para regresarme a mi casa, en ese eterno viaje, que por fortuna de vuelta, sólo demoraba dos horas largas pues ya sólo recogía pasajeros y no entraba a la Concha.


La noche más linda del mundo


A mi abuela no le gustaba ir a Alejandría porque sabía que mi abuelo se mantenía en las cantinas compartiendo con sus amigos. Pero algún sábado le aceptó la invitación y por supuesto que me empacaron de nuevo. Pero ese viaje hubo de quedar grabado en mi memoria y lo tengo tan claro como si fuera hoy. Mi abuela se puso su mejor vestido y llegamos a la Alejandría. Ella saludó a sus sobrinos y todos se alegraban de verla por allá a “la tía más bonita”. Luego se iba a donde su hermana Solina y mientras almorzábamos, conversaban el par de viejas como si nunca se hubieran visto. Al final de la tarde, fueron a misa –yo quise ir a los columpios, pero mi abuela me agarró del brazo- y al salir, la viejita Solina se fue a casa y mi abuela se reunió con el viejo, quien le dijo que había un circo y nos invitó. Salimos en dirección al río. Mis abuelos me llevaban cada uno cogido de una mano y yo me sentía tan feliz y protegido en medio de ese par de viejos que eran mis héroes de entonces. Abajo, veía en eso que antes vi como una manga, un desfile de luces de colores, y por unos parlantes enclavados en la punta de unos postes sonaba música de carrilera. Esa noche mi abuelo queriendo alagar a su vieja y para que ella, seguro no sospechara de sus andanzas, no supo qué más brindarle. Mi abuela comió palomitas de maíz, empanadas, tomó bebidas gaseosas –manzana, su preferida– y mi abuelo, zalamero, le seguía ofreciendo, “sobornándola” quizá para él poder mandarse sus aguardienticos. A mí, en cambio no me tenía que sobornar: yo les recibía de todo y me antojaba de todo. Esa noche, llena de dulces y de luces, la rematé montando por vez primera en una rueda de Chicago. Cuando más arriba estaba, casi a ras con los parlantes en las puntas de unos largueros, oí una canción que cada que vuelvo a escucharla, siempre pienso en Alejandría:


No creas que vengo arrepentido/Ni tampoco en busca de tu amor/Tan sólo ante ti yo he venido…


Esa canción es de Rómulo Caicedo, supe después, y puedo estar en el lugar más recóndito del mundo y mi mente se va a ese sábado de clima tibio, una de las noches más hermosas de mi vida, y que terminó con mi abuela un poco molesta porque nos fuimos a la pieza del abuelo, y el tufo y el sudor del viejo casi no la dejan conciliar el sueño. Si bien la pasamos muy bien, mi abuela prometió que no volvería a ir con el viejo; yo en cambio desde ese día le cogí un poco de aprecio a ese lejano, caliente y ampuloso pueblo.


Durante muchos años dejé de ir. Y por allá en el lejano 1991 volví con mi abuelo, y ya no me pareció tan lejos. Mi abuelo ya no llevaba tantos productos: ahora vendía canastas de huevos, moras, uchuvas y fardos de cebollas, que entregamos la mayoría ese mismo sábado en algunos restaurantes. Aún gustaba eso sí de irse a esas cantinitas borderas del pueblo, pero ya no estaba ni el parque infantil ni el acuario, y creo que, ya casi mayorcito de edad, o por menos creyéndome, me fui a algún barcito a tomarme mis primeras cervezas.


En enero de 1996, acosado por la nostalgia, ya estudiante universitario, quise darle la sorpresa a mi abuelo, y fui, desde Medellín, a buscarlo un domingo por la tarde. El viaje por Barbosa se me hizo tan eterno como aburrido. Llegué a Alejandría, y él, que tanto se amañaba allá, justo ese día le dio por regresarse a San Vicente a las tres de la tarde. No olvidaré ese viaje porque después de muchos años quise ver a mi viejo y ya no volví a verlo. Ese año, en septiembre, me cuentan que luego de regresar de su infaltable cita en Alejandría, pagó unas canastas de huevos, unos bultos de papa, que había llevado para revender, se tomó tres, cuatro, cinco cervezas, se fumó muchos pielroja, se acostó y nunca más volvió a levantarse.


Aquella noche de domingo, además, fue la primera vez que estuve en las fiestas de la Simpatía. Y me pareció increíble que ese inmenso parque donde yo pasara momentos tan agradables en mi niñez y que yo nunca terminé de recorrerlo, fueran capaces de llenarlo de gente, de licor, de tanta alegría.


El historiador


Muchos años después entendí porqué mi abuelo se amañaba tanto en Alejandría. La razón estaba en su historia. Él seguía las huellas de otros. A principios de 2000, llegué un sábado bien temprano, pero ya no iba a ayudarle a mi abuelo, ni a cuidarle los bultos de papa que vendía por cuartillas los domingos. Llegué hasta allá siguiendo la ruta de la empresa transportadora de San Vicente, para escribir su épica. Y bastó hablar con algunos viejos en el parque para enterarme que este pueblo fue colonizado en gran medida por familias de tres municipios: Guatapé, Concepción y San Vicente. Y claro, por ahí un siglo después, también sería un sanvicentino el primero en llegar hasta Alejandría en carro, según versión confirmada. Pero habría más. Ya enfundado en mi traje de historiador y no de mero visitante ocasional, habría de enterarme que el gran impulsor del desarrollo de ese pueblo, fue Felipe Arbeláez. De hecho el Hospital lleva su nombre. Y adivina adivinador de qué pueblo era oriundo. También habría de enterarme muchos años después, que muchas educadoras sanvicentinas dejaron huella en este pueblo, cuando a finales de los sesenta y setenta, al cabo como Normalistas, llegaron hasta las lejanas veredas alejandrinas a impartir sus clases. A sembrar sus primeras semillas en los niños alejandrinos.


Así que la historia de estos dos pueblos es larga como esa sinuosa carretera que los une, está amarrada con fibras de fique sanvicentino y es endulzada con panela alejandrina.


Quizá porque aprendí a querer a este pueblo de tanto llegar de “pato” en los buses cuando terminaba mis estudios, quizá porque conocí su historia, quizá por mis recuerdos infantiles, me dolió tanto cuando los grupos armados se ensañaron contra sus gentes a finales de los noventa y principios de este siglo. De hecho, en un libro que escribí sobre el conflicto armado en el oriente, quise narrar una triste masacre cometida en el año 2001, en esa vía que yo tanto viví en algunos momentos. No alcancé a guardar para la memoria ese lamentable hecho, pero igual, en Alejandría abundan desgarros de esos años que por fortuna ya son un poco una página pasada.


Nuevos tiempos


Durante los últimos años he ido unas tres veces. Pero a diferencia de los primeros viajes, no lo he hecho en escalera ni en bus. He preferido hacerlo en bicicleta. Y ahí sí que es largo el viaje. Y me alegra parar en Santa Ana, y en La Piedad, y en Remango y quedarme mirando sus montañas verdes que se dejan lengüetear por la neblina. Y en el puente sobre el río Nare y constatar que no era tan profundo como lo veía en mi niñez. Y recordar que cuando se estaba ahí ya se sentía cercano el pueblo… y entrar un poco triunfante, como alguna vez debió hacerlo el ciclista alejandrino Abelardo Ríos, y dar una vuelta por el parque y mirar a la gente en su kiosko y sentir que ese sitio donde quedaron algunas sonrisas de mi niñez y a lo mejor unos calzones rotos en ese ‘alisadero’, ahora me pertenecía por un rato. Alejandría sigue estando lejos pero está cerca de mi corazón y es ruta obligada a la hora de pensar en un pueblo allende las fronteras. Es un reto obligado. Como lo debió ser en su momento para los primeros colonizadores de estas montañas eternas, de estos valles profundos.



Guillermo Zuluaga

Periodista e historiador


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